La noche en que el aire se volvió mortal en Poza Rica
Poza Rica, Veracruz| Hay tragedias que nacen del fuego, de explosiones visibles, de ruidos que despiertan a la tierra. Pero aquella noche del 24 de noviembre de 1950 fue distinta. No hubo estruendo. No hubo aviso. Solo un silencio espeso… y un aire que mataba.
Cuando el quemador de gases sulfhídricos se apagó en las instalaciones petroleras de Poza Rica, el gas escapó sin freno, sin olor detectable, sin misericordia. La ciudad no comprendió al inicio lo que ocurría: el enemigo era invisible, estaba en todas partes, y entraba en los pulmones sin permiso.
Fue una noche en la que hombres fuertes cayeron como si alguien hubiera desconectado su vida. Una noche en la que madres se desmayaban al cruzar el patio. En la que perros, vacas y pájaros colapsaban sin explicación. Una noche que no se contó en tiempo… sino en víctimas.
La tragedia fue el precio atroz de una época sin normas industriales estrictas, sin sensores de gas, sin equipos de respiración autónoma, sin manuales de evacuación. Una época en la que la industria pesaba más que la vida humana.
Hoy, décadas después, respiramos con más confianza porque hubo quienes respiraron su último aliento envenenado. Cada detector de gas en una planta petrolera, cada alarma automática, cada mascarilla de seguridad… lleva, en cierto modo, el nombre silencioso de los que murieron esa noche.
Recordar este hecho no es un ejercicio de nostalgia macabra.
Es un deber moral.
Es un acto de justicia invisible —justicia para los que no tuvieron oportunidad de huir del aire.
Porque en Poza Rica, aquella noche oscura, la muerte no vino en balas ni en llamas.
Vino flotando, dispersa, ligera…
y mortal.
